"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

miércoles, 11 de octubre de 2017

Kafka y el double bind

Por Mariano Dupont

A Luis Thonis, in memoriam


En Kafka siempre se trata de un double bind. De un doble vínculo, de un doblez. Ya está en el origen, en los dos linajes, el de los Kafka (enérgicos, llenos de vitalidad) y el de los Löwy (sabios, artistas, etc.). Dos líneas, dos polos, dos enunciados incompatibles, contradictorios y excluyentes, que no logran vincularse, que no encuentran resolución, y que terminarán conformando, con el tiempo, una poética que recorrerá prácticamente todos sus relatos, de “La condena” a “Josefine, la cantante”.
Tentativas para huir de la esfera de mi padre. Ése es el nombre que, según Max Brod, Kafka quería darle en un principio a toda su obra. Una tentativa –la de una escritura que escape a la Ley, que la trascienda–, sí, pero atravesada, simultáneamente, por la pulsión contraria: la del respeto y fidelidad a esa misma Ley, la de nunca alejarse del todo de ella, la de seguir perteneciendo voluntariamente a un mundo en que la Ley dificulta la escritura hasta en sus pormenores cotidianos (está ahí, como muestra, la anécdota famosa de los Diarios en la que, mientras él intenta escribir por la noche en su cuarto, que es un “temblor constante”, “sede de los ruidos de la casa”, su hermana Valli pregunta a los gritos desde el vestíbulo si el sombrero del padre ha sido cepillado, y por su lado, el padre, en bata, atraviesa su habitación buscando algo, y cuando sale, y la casa se calma, queda “el piar tierno y desesperado de los canarios”).
Recién al final de su vida, en Berlín, de la mano de la joven Dora Diamant, ya muy enfermo, Kafka se alejará de la promiscuidad de la “actividad” familiar. Sin embargo, incluso ahí, no muy lejos de la muerte, “liberado” ya de la esfera del padre, de los Kafka, “de la actividad interesada, industrial y comercial” (Bataille), no dejará de sentirse acosado. Por un lado, le dice a Brod: “Me he escapado de las fuerzas demoníacas; este traslado a Berlín ha sido estupendo; andan buscándome, pero por ahora no me encuentran”, y por otro, casi al mismo tiempo, le escribe a Milena: “Los viejos sufrimientos también han sabido hallarme aquí, atacarme y hacerme tambalear”. Ni aquí ni allá, ni esto ni aquello: el double bind (“Ninguna elección es una elección”, dice un proverbio yiddish). Ya de vuelta en Praga, en el lecho de muerte, al tiempo que corrige las pruebas de los cuentos de Un artista del hambre y le da instrucciones a su editor para la composición y la presentación del libro, le ordena a Brod quemar su obra. La muerte será la expiación.
Kafka, “el más desdichado y el más dichoso de los seres”, nunca sale de la indecisión, nunca busca evadirse realmente. El conflicto nunca se resuelve, lo pone en palabras una y otra vez: “La sensación de estar atado y al mismo tiempo la otra, la sensación de que si me liberara sería peor aún” (Diarios). La “espantosa doble vida” que lo agobia y que tanto aborrece, y a la que no le encuentra otra vía de escape que la locura o la muerte, es el combustible que –convertido en parábolas puras (Auden), sin enseñanza, sin “mensaje”, en las que las taras de lo biográfico, del psicologismo, de la interpretación y la “profundidad” son trasmutadas literariamente hasta desvanecerse por completo (el castillo de El castillo, pongamos por caso, no es Milena, no es el padre, no es nada)– alimentará toda su obra.
A pesar de sus quejas, del entrañable patetismo de sus lamentos, Kafka parece sin embargo haber querido permanecer siempre dentro de la esfera familiar y productiva –pero excluido (Bataille): en el mundo de “la infancia irresponsable”, en una diurna noche de insomnio, “durmiendo en realidad, pero al mismo tiempo despierto”, “en la puerilidad del sueño”. Salir de ahí, romper el double bind, neutralizarlo, resolver ese estar y no estar en un mundo burgués de compromisos y convenciones que lo atraía y lo expulsaba al mismo tiempo era en cierto modo dejar de ser “Kafka”. Kafka y el double bind son inseparables, como el roedor de “La madriguera” y su construcción. Incluso es posible conjeturar que si Kafka hubiera sido, por caso, un ocioso a lo Proust, y en consecuencia hubiera podido dedicarse, como él soñaba, enteramente a la literatura, no habría escrito prácticamente nada. O lo que hubiera escrito no habría tenido ningún interés literario, ya que, precisamente, lo que sus relatos, siempre, o casi siempre, ponen en escena –si bien nunca “metafóricamente”, “alegóricamente”; nunca como una “representación”, como un después– es esa dualidad, esa tensión, ese “nocivo” ir y venir entre dos instancias irreconciliables: la de la escritura y la de las actividades que, según él, la impiden. (En una entrada de 1911 de sus Diarios, al hablar de sus dos profesiones, la de abogado empleado en una compañía de seguros y la de escritor, escribe: “Ahora bien, esas dos profesiones no pueden conciliarse, ni conformarse con un trato equitativo. La menor felicidad en una de ellas equivale a una gran desgracia en la otra”.)
Clínicamente, el double bind se presenta cuando al sujeto en cuestión se le plantean dos instancias contradictorias, en conflicto, ninguna de las cuales puede ser ignorada: 1) La persona debe hacer A; 2) La persona debe hacer B, pero para hacer B tiene que dejar de hacer A; 3) No hay conciencia por parte del sujeto del absurdo de la situación. Esta anécdota, narrada por Milena Jesenská a Max Brod en una carta, lo ilustra bien: “¿Ha estado usted alguna vez con él [con Kafka] en el correo? Lleva un telegrama bien redactado y va buscando, moviendo dubitativamente la cabeza, la ventanilla que más le gusta, luego, sin comprender en lo más mínimo por qué o con qué fin, va deambulando de una ventanilla a la otra hasta aterrizar en la correcta; entonces paga, le dan el cambio, lo cuenta, advierte que le han dado una corona de más y se la devuelve a la señorita de detrás de la ventanilla. Entonces se marcha con gran lentitud, vuelve a contar, y al bajar las escaleras se da cuenta en el último escalón de que la corona que ha devuelto era suya. Entonces se lo encuentra usted a su lado sin saber qué hacer mientras él va reflexionando a cada lento paso que da. ‘Bueno, pues déjalo’, le digo. Él me mira horrorizado. ¿Cómo se puede dejar así? No es porque le duela la corona. Es que eso no está bien. Aquí hay una corona de menos. ¿Cómo puede dejarse algo de esta manera? Habla de lo mismo un rato largo. Se quedó muy molesto conmigo, pero, con distintas variantes, esto se repetía en todas las tiendas, en todos los restaurantes, con todas las mendigas que nos encontrábamos”.
En sus Diarios, ese vaivén obsesivo se vuelve casi exclusivamente autorreferencial, se instala en la práctica misma de la escritura (siempre improductiva, del lado de los Löwy), que oscila maniáticamente entre el no poder escribir y el poder escribir, en una sintaxis que no es tanto la del “delirio”, el “desvarío” o la “locura”, como la de la razón en un mal funcionamiento. (Treinta años más tarde, Beckett, gran lector de Kafka, va a extremar ese “procedimiento”, lo va a vaciar completamente hasta provocar cortocircuitos irrisorios, caricaturescos, enquistados en frases imposibles: “No era necesario empezar, sí, era necesario”, “No es cierto, sí, es cierto, es cierto y no es cierto, es el silencio y no es el silencio, nadie hay y alguien hay, nada niega nada”.) Flaubertianamente, Kafka machacará una y otra vez sobre las dificultades de escribir. Pero, “a pesar de todo, escribir hace bien”. Se lo dice a Milena en una de las cartas. Escribir es “elevar el mundo hasta lo puro, lo verdadero e inmutable”, y no hacerlo es hundirse “nuevamente en una renovada e incontenible insatisfacción”. Hay que vencer las dificultades, entonces. Y las vence. Escribe sus “papeluchos”, sus “garabatos”. Una y otra vez vuelve a su diario como quien vuelve a un respirador, a un salvavidas, se aferra a su novela (América), “como un monumento que mira hacia lo lejos y se mantiene firme sobre su pedestal”.
La poética del double bind es, claro, enemiga del realismo. Y sobre todo de la metáfora. Es, fundamentalmente, una poética de la superficie: “La metáfora es una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la posibilidad de escribir. La falta de independencia de la literatura, su sujeción a la criada que enciende el fuego de la chimenea, al gato que se calienta ante la estufa, hasta al pobre anciano ser humano que se calienta a su lado. Todas esas son actividades independientes, que se rigen por sus propias leyes; solo la literatura está indefensa, no vive por sí misma, es una broma y una desesperación” (Diarios). “Indefensión”, fragilidad de la literatura de Kafka: los lazos referenciales que sus relatos mantienen con su exterior son siempre inestables, difusos, problemáticos, nunca lineales. Deliberada, programáticamente, las significaciones se multiplican, coagulan y luego se licúan, se descubren y se vuelven a cubrir, en una suerte de juego cómico y perverso que termina, finalmente, desbaratando cualquier interpretación. Las cosas, en Kafka, son siempre de una manera pero –al mismo tiempo, simultáneamente– también de otra (u otras). Gran parte del humor kafkiano se apoya en ese movimiento que va lúdicamente de la afirmación a la negación (y viceversa). (La risa, en cambio, vendrá clásicamente, de la impavidez –la “cara de palo”– ante los horrores y las situaciones “intolerables”, del “regocijo de morir la muerte del que se muere”.) Marthe Robert habla de un “sí, pero”: “Cada relato, cada novela contiene así un ‘sí’ y un ‘pero’ pronunciados con igual intensidad; un ‘sí’ que es aquiescencia al pensamiento común y un ‘pero’ que, sin negarlo, lo somete a una prueba decisiva de la que jamás sale indemne. (…) El ‘sí’ de Kafka se ahoga y no se lo puede percibir jamás como no sea a través de una niebla de restricciones y de dudas”.
De ahí que la tan mentada “desesperanza” que trasluce la obra de Kafka no sea una verdadera desesperanza. Se trata, más bien, como señala Max Brod, de “una extraña mezcla de desesperanza y voluntad constructiva que en su caso no se anulaban, sino que crecían hasta formar edificios interminablemente complejos”. En eso Kafka se asemeja al roedor paranoico de “La madriguera”, cuando reflexiona sobre excavar en algún sitio “insensatamente, obstinadamente”, para desconcertar estratégicamente a su enemigo, el animalejo que lo acosa: “Este razonable nuevo plan me atrae y no me atrae; no se le puede objetar nada; yo, por lo menos, no encuentro objeción alguna que hacerle y, según lo que yo puedo entender, terminará logrando su objetivo; y, no obstante, en el fondo, no le tengo fe; tan poca es la fe que le tengo que ni siquiera siento temor por lo espantoso que puedan ser sus resultados”. O al pueblo de “La construcción de la muralla china”, que veía al emperador “tan sin esperanzas y tan esperanzadamente”; o al de los ratones de “Josefine, la cantante”, cuya idiosincrasia está marcada ostensiblemente por “una especie de cansancio” y “cierta desesperanza”, pero sin dejar de ser, también, “tenaz y esperanzado”.
Lo que crea el double bind son, más bien, objetos, sujetos y situaciones imposibles, construcciones o dispositivos autónomos, “puros”, que terminan siendo, gracias al poder de la literatura cuando trabaja como “un reloj que adelanta”, más “reales” que los que presenta la misma realidad. Monos, perros, roedores, chacales que hablan y reflexionan como humanos, un hombre convertido de la noche a la mañana en insecto, otro hombre que incomprensiblemente tolera que un buitre le despedace los pies a picotazos, un pueblo que considera vivos a los emperadores ya muertos y muerto al emperador que está vivo, un empleado bancario que es detenido, sentenciado y asesinado por un delito que se ignora, un oficial que repentinamente reemplaza al condenado y se introduce él mismo en su máquina de tortura, un hombre que espera toda la vida que un guardián lo autorice a cruzar una puerta, un animal que es mitad gato, mitad cordero… El protagonista de este último relato, “Una cruza”, ante las preguntas sobre el animal que le hacen los niños de la vecindad –¿por qué hay un solo animal así?, ¿por qué él (el protagonista) es el poseedor y no otro?, ¿ha habido antes un animal semejante?, ¿qué sucederá después de su muerte?, etc.–, no se toma el trabajo de contestar, prefiere –como Kafka, y como Bartleby antes que él– no hacerlo, se limita a exhibir su propiedad, sin mayores explicaciones. “Cuanto más se incrementa la maestría en Kafka, tanto más renuncia a adaptar estos ademanes a situaciones habituales, a explicarlos”, dice Benjamin. (…) “[Kafka] no se afana jamás con lo interpretable, por el contrario, tomó todas las precauciones imaginables en contra de la clarificación de sus textos.”
La literatura única e ininterpretable de Kafka es como el chillido de la cantante Josefine, cuya fascinación no sabemos de dónde viene, si del propio canto o del “solemne silencio que rodea a la débil vocecilla”, y en el que “hay algo de la pobre, corta infancia, algo de la dicha perdida y que nunca se volverá a encontrar; pero también hay en él algo de la actual vida activa, algo de su alegría pequeña, incomprensible, y no obstante vigente e imposible de sofocar”. También, como ella, como Josefine, Kafka, saliendo finalmente del double bind, se retirará prematuramente del canto, “libre de los sufrimientos terrenales”, y se diluirá, al fin, “en la creciente liberación del olvido”.