"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

viernes, 17 de mayo de 2013

Carta al difunto Louis-Ferdinand Céline


Por Marcel Brochard


14 de octubre de 1962

Mi querido Louis,

Hace más de un año que descansas –¡al fin!– y creo que ya es hora, antes de que nos vayamos todos los de nuestra edad, de poner en su lugar los hechos que has descrito. Más allá de que te guste o no, de que eso guste o no a los memorialistas o a otros escribas, es necesario que haya uno que te repita, a ti, la verdad.
Sé bien que has afirmado cien veces a tus visitantes, a Robert Poulet, Marc Hanrez, Roger Nimier, etc., que la biografía no tiene ninguna importancia. “Invéntenla.” Y agregabas: “Hay que elegir, morir o mentir”.
“Se construye la verdad componiendo, haciendo trampas como corresponde.”
La última vez me dijiste a mí la verdad –y no te creí, por supuesto– despidiéndome en la reja de Meudon al final de una tarde de junio, el año pasado. Me repetiste lo que habías machacado a lo largo de nuestra charla: “¡Ya está, voy a morir!”. Y yo de risa, y de responderte y de sacudirte un poco; quiero sacarte de esa prisión, llevarte durante una hora en coche, por los bosques vecinos, suavemente, para mirar a una chica bien formada que se pasea por una alameda, para hacerte cambiar de idea.
Louis, esta vez, me has mentido. Quince días después, estando en el medio de Bretagne, me enteré de tu muerte, tu verdadera muerte, ¡a través del diario!
“Hay que elegir, morir o mentir.” Y bien, Louis, tú nunca elegiste, mentiste mucho, pero, ay, para morir, la cosa funcionó.
Permíteme que comience por la biografía. Por dos puntos solamente, le dejo a otro el trabajo de buscar los detalles y enderezar las cosas. Incluso si eso hace que te revuelvas en la tumba. Primero que nada, hay que rectificar la historia de tus padres. Se lo debes a ellos. En Muerte a crédito hiciste una pintura de pura invención, poética o no, literaria o no, pero claramente imaginativa y falseada. ¿Por qué? Podrías haber hablado perfectamente de los padres de otro. No, son tus padres, personas buenas y tranquilas, pequeñoburgueses, humildes, cuyas vidas, tú lo sabes, desde tu nacimiento en Courbevoie, luego a lo largo de tu infancia en el pasaje Choiseul, giraban en torno a ti. Tú los haces despotricar todo el tiempo, pelearse como cirujas, ¡hablas del revólver de tu padre!, el pobre hombre no debe haber agarrado uno en su vida, ni siquiera en las ferias.
Y tú sabías perfectamente, Louis, que tu Muerte a crédito era tan falsa, tan caricaturalmente falsa, tan hiriente, que le pediste a tu madre que no la leyera… ¡y ella jamás la leyó! En cuanto a tu padre, recordamos la pena que te produjo su muerte, ¡estabas conmocionado!

Los Destouches eran en otros tiempos Destouches de Lenthillière, gentilhombres normandos pero de pequeña fortuna. El abuelo de Louis estaba casado con una de la Villaubry, era profesor en el Liceo del Havre, murió joven dejando muchos hijos, entre ellos a Ferdinand, el padre de Céline. Ferdinand se casó con Marguerite Guillou, hija de Céline Guillou. Ésta tenía un anticuario en París, cerca de la Opéra, se había especializado en encajes antiguos valiosos. Comerciante perspicaz, ganaba muy bien y lucía los bellos diamantes que Colette, la hija de Louis, posee hoy.
Poco antes de su casamiento, Ferdinand y Marguerite se instalan en Courbevoie, ella en el comercio. Él, licenciado en letras, trabaja en la Compañía de Seguro Le Phénix, en la que terminará con el cargo de Sub-Jefe. Supe recientemente a través de M. Louis Montourcy, que lo conoció bien, alrededor de 1910, que era muy apreciado por los directores. Lo describe como un hombre ubicado, inteligente y cultivado. L.-F. Céline, en ya no sé cuál de sus escritos, dice que su padre en esa época “ganaba vergonzosamente 300 francos por mes”. Ahora bien, los de nuestra generación sabemos que eso era el sueldo de un capitán del ejército. Los Destouches tenían un pequeño chalet a orillas del Sena, en Ablon, el padre amaba la pesca con caña, y como siempre había soñado con la Marina, ¡navegaba en un bote a vela con una gorra de Comandante!
Mi mujer y yo nos acordamos muy bien de ese hombre de físico redondo, franco y jovial, así como también de Marguerite, la madre de Louis. Almorzábamos a veces en el 11 de la rue Marsolier hacia 1923. ¡Salíamos asombrados al pensar que Louis era hijo de ellos!
Madame Ferdinand Destouches nunca fue ni remendona ni “reparadora de viejos encajes” (R. Poulet, p. 3), nunca “reparó los agujeros en los mercados de los suburbios” como escribe Céline, como repite Ducourneau en la edición de la Pléiade, como Louis lo contó cien veces a los curiosos o a los periodistas que bebían sus palabras con un lápiz en la mano; ¿creía en ello, mintiéndose a sí mismo para interpretar su comedia, o por inocencia y convicción? Madame Destouches madre, después de haber tenido una boutique en el Pasaje Choiseul, fue a vivir con su marido jubilado al departamento de la rue Marsollier. Ella era por entonces representante de fábricas de Alençon y de Brujas, y tenía como clientes la Gran Maison de Blanc, la Cour Batave, etc. Colette Destouches fue bautizada en 1920 en un largo vestido de bebé que había pertenecido al Rey de Roma, con abejas bordadas en una “muselina blanca de la India”.
Los padres de Louis-Ferdinand se querían mucho y hacían una muy buena pareja. Él murió hacia 1933, y ella en 1946.

Es exacto, Louis, que eras un niño endiablado, indisciplinado, ebrio de libertad, y que te dieron cachetazos y chirlos en la cola, seguramente bien merecidos. Te enviaron a Alemania a los 14 años para que aprendieras la lengua y el comercio. Precoz, te acostaste con la mujer que te alojaba, y que después te echó. En 1909 te envían a Inglaterra, donde unas aventuras del mismo género hacen que vuelvas con tus padres. Pero como aprendes con facilidad, lees muchísimo, te matriculas con esa insaciable curiosidad e inteligencia que te caracteriza. Ya soñabas con la medicina. Aprendes el inglés y el alemán admirablemente, entras a tu pesar finalmente en una casa de comercio del barrio del Sentier, como vendedor de cintas, luego en una joyería de la rue de la Paix, donde una broma pesada siempre del mismo orden, del mismo desorden, hace que te despidan. A los 18 años, peleado con tus padres ya cansados, y cansado de ti mismo, te alistas en el ejército siguiendo un capricho.

Lo que es cierto es que la infancia y la juventud de L.-F. Céline “miserable y vergonzosa” es pura invención.

Finalmente, Louis, viejo soldado, ¿quieres decirnos la verdad sobre tu famosa trepanación? Todos te han creído evidentemente, a ti, el trepanado de las batallas de agosto de 1914, con el cerebro hundido; hasta Henri Mondor, profesor, es decir, del oficio, que dice y repite en sus declaraciones de la Pléiade que te fracturaste el cráneo.
¡Y algunos enseguida vienen a agregar que tal vez por el agujero del cerebro te entró el Genio! ¡¡¡Otro tocó la placa de metal que tenías en la cabeza!!!
Louis, no, digamos la verdad; fuiste muy gravemente herido en los primeros combates de la primera guerra, como sargento de coraceros. Te dieron honores, te decoraron, te homenajearon, te hicieron una ilustración por ese tema. Pero a menudo te vi el torso desnudo, Louis. Tu brazo derecho, en lo alto, casi a la altura del hombro, tenía un agujero en el que se podía meter un huevo. Era la cicatriz de una fractura abierta por el estallido de un obús, herida que te tuvo más de un año en el hospital y te dejó para siempre un poco paralizada la mano derecha. Aunque en 1924-1925 conducías un gran sidecar por la rutas de Bretagne, con tu mujer y la mía en el asiento lateral.
Por el mismo y único accidente que puso fin a tu guerra, se te estropeó el tímpano por el ruido de la explosión, y te dejó insoportables zumbidos de oreja. Pero dejémoslo ahí, ¿quieres? Nosotros, tus amigos de Rennes, sabemos bien que nunca fuiste herido en la cabeza, ¡y menos trepanado!

Discúlpenme, celinianos, por traerlos con tanta exactitud a esos puntos de la biografía de Louis-Ferdinand Céline. Considero que es menoscabarlo mantener esas fantasías, ¡fantasías que él, sin embargo, era el primero en inventar! En nuestra época, él no era menos grande a nuestros ojos de lo que es actualmente para ustedes.
No bien conocí a Louis en 1919, en Rennes, cuando acababa de casarse con Edith, la mejor amiga de mi mujer, quedé subyugado, hechizado, conquistado por ese espíritu único y ya gigantesco. Aunque sólo cinco meses más grande que yo, Destouches me parecía tan maduro y erudito.
Hasta que nos fuimos a Nantes, a fines de 1921, me encontraba con Louis en su pequeña planta baja en Rennes, en el 6 quai Richemont, casi todas las noches de 6 a 8. Yo me sentaba, charlábamos, él escribía y yo me callaba. ¿Dónde están los escritos de esa época? Edith no tiene demasiados, me parece. Eran sobre todo cartas que el futuro Céline escribía, con prodigalidad, a cien destinatarios. Me acuerdo de uno de ellos, ya que me sorprendió la notoriedad de su nombre, el doctor Alexis Carrel, que por entonces ejercía en los Estados Unidos. ¿Qué podían escribirse esos dos espíritus, el del futuro Viaje y de El hombre, ese desconocido? Páginas y páginas, ¿y dónde está esa correspondencia? Louis conocía a Alexis Carrel, veinte años más grande que él, a través del Instituto Rockefeller, al cual Louis estaba vinculado por esa misión americana de lucha contra la tuberculosis que tenía una sección en Rennes. Trabajan allí también de intérprete y de conferencista.
Creo acordarme, y Edith también, de que la correspondencia que mantenía con Carrel tenía como tema los estudios sobre la prolongación de la vida. Estudiaba los convolutas, mitad algas, mitad microorganismos, que se parecen a un musgo verde y que se encuentran cuando baja la marea en las playas del Atlántico. Los había podido conservar en un laboratorio de investigaciones en Roscoff donde pasaba sus vacaciones, laboratorio que estaba dirigido por el Príncipe Cantacuzène. Ya en 1920 el joven investigador que era Louis se apasionaba y discutía teorías que formulaba en esa época y que, según su mujer, anticipaban las teorías actuales de la hibernación (!). Más tarde Louis estudió la longevidad de los gusanos de seda, y creo recordar haber leído un estudio impreso de la Academia de Ciencias que exponía las teorías del futuro doctor.
Pero ya Destouches preparaba su tesis. Su famosa tesis sobre Semmelweis que, editada en 1924, llamó tanto la atención. La tengo dedicada. Se tiraron cien ejemplares. Vuelvo ahora, y de manera más simple, a la carta a mi Ferdinand.

Louis, mi viejo amigo, el Destouches de nuestra juventud, de nuestras esperanzas, de nuestra vida llena de vida, de nuestros entusiasmos, ¡tanto los del espíritu como los otros más bajos de los que hablamos con desenfreno!
¡Tú, que te atreves a decir a Robert Poulet que eras un “burgués” en Rennes, en los años 20! ¡Al mismo Poulet que escribe un capítulo entero sobre “Céline burgués”!
Ya eras anarquista, Louis. Brutal, en los aspectos pueriles, revolucionarios, igualitarios, ¡sí! Pero dices disparates sobre tu suegro, el profesor Follet, que era una personalidad notable, es verdad, pero que nunca te pidió que fueras otra cosa de lo que eras. Te conocía, como Edith y nosotros te conocimos bien, como siempre lo fuiste, enemigo del conformismo, ya fuera en las maneras, en las palabras o en el modo de vestir. Tu entrada en un salón de Rennes producía sensación. Con el sombrero de cowboy medio ladeado, saludabas a la barra, y una vez sentado sólo te veían tus zapatos grandes. ¡El hombre de los zapatos grandes, decía mi pequeña Jacqueline, que era tan chiquita!
¿Y que llevabas, según escribiste, el “boliche” de tu suegro en tus espaldas?, ¿y que dirigías su clínica de cirugía? ¡Qué caradura!… Por el contrario, ¿no dirigías tú la conciencia de ciertas buenas amigas del entorno familiar? ¡Eso sí!
No, Louis, ¡si te hubieran conocido los otros, incluso los que estuvieron al final, como eras a los veinte años! ¡Repleto de curiosidad, versátil, chistoso, grosero, irritable, mitómano y genial! Y paradojal. ¿No te escuché decir varias veces, en el quinto piso de la rue Girardon, en 1941-1942: “¡Voy a probar que Hitler es judío!”.

¡Qué inquieto! ¡Apenas entraba a un cine, a un café, ya estaba saliendo! Apenas conquistaba a una chica ya quería otra, y a menudo sin tocarla. Apenas escribía media página, el estilo, el destinatario y la idea cambiaban, mezclando lo mejor y lo peor. “El hijo del pueblo transportado de repente a un medio más alto que su condición.” No, señor Poulet, usted no lo conoció. Louis Destouches estuvo siempre cerca del pueblo, pero por encima de la “condición”. Allí donde él respiraba, producía en todos los que lo rodeaban, del pueblo o de la “condición”, una estupefacción, un sobrecogimiento, una admiración. Edith en primer lugar estaba subyugada.

Comediante, sí, Bardamu bufonesco, eras un comediante nato. Con un cerebro menos atareado y menos brillante, habrías sido un excelente actor. ¡Y muchos como yo te calaban, se daban cuenta por tu rostro, por tus ojos ligeramente rientes, por un pequeño gesto de tus labios, de que no creías ni una palabra de lo que contabas! Cuando, delante de mí, en Meudon, mostrabas a tus visitantes el banco de madera sobre el cual se sentaba tu madre para zurcir, no dije nada, pero reía para mis adentros. ¡Viejo farsante!

Céline, en el libro de Robert Poulet, escupe sobre “sus” familias, y le sale maravillosamente bien, ¡treinta años después! Continúa con su papel, el comediante; lo harán actuar hasta el final, ¡hasta el final de los tiempos!
Después de haber terminado tarde el secundario, Louis Destouches sólo pudo estudiar medicina en Rennes al casarse con Edith. Sí. Pero fuera del conformismo. Lo querían así. Y cuando tuvo el diploma en el bolsillo, se instaló como médico de barrio, en 1925, en la plaza des Lices en Rennes, todavía lo veo mostrándome las lindas cortinitas con pliegues de su consultorio, y diciéndome: “¡Afuera, mi viejo, está la libertad!”.

Louis, el día en que tu primer cliente entró en la sala de espera, buscaste la libertad por la puerta de servicio. No es completamente cierto, ya que te quedaste “instalado” dos o tres meses, pero es una imagen que va bien con tu imagen.
¡Y nadie dijo nada! Nadie juzgó. Te fuiste, y no era una “extravagancia”, como se dice, era algo típico de Céline, algo verdadero. Sin celebrarlo, lo soportamos. Y tu viejo amigo te escribía y tú le respondías. ¡Si hubiera conservado todos los papeles!

Época de escritura del Viaje, 1930. Me escribe, ¡ésa la conservé! “¿Estás bien de salud, mi viejo, todavía en actividad? ¡Ya estamos en la edad temible! Afectuosamente tuyo. Louis!” ¡36 años, la edad “temible”!… ¿Impotencia? ¿Consecuencias de largas jornadas de abnegación en el dispensario de la rue Fanny en Clichy? Consecuencias de las noches en la rue Lepic donde, luego de la cena frugal en lo de Marie –sobre el agua–, Louis se ponía a escribir. Elizabeth era alta, bella, escultural. Esta bailarina americana lo había conocido en Ginebra. Fue su compañera por más de tres años. Él le dedicó el Viaje. Ella se lo merecía, ya que mientras que él escribía y tiraba al piso sus hojas amarillas, nosotros esperábamos que se durmiera para juntarlas.
¡No imaginábamos que lo que teníamos cada noche entre las manos era el manuscrito del Viaje al fin de la noche!

Louis, dime si era yo, el veterano del 14, el que recogía del piso de tu habitación la página del Coronel: “A él no le deseaba nada malo. Sin embargo él también estaba muerto… se abrazaban los dos por el momento y para siempre”.
O es Elizabeth, la americana, la que pescó la página de Molly: “Recuerdo su amabilidad, sus piernas largas y rubias y magníficas desplegadas y musculosas, piernas nobles. La verdadera aristocracia humana, digan lo que digan, la confieren las piernas, eso es así”.
Y no lo habíamos leído, o muy poco. Estaba tan mal escrito. Y tiemblo ahora al pensar que por poco, por nada, todo ese Viaje podría haberse perdido hoja tras hoja, ¡en los basureros de la rue Lepic! Gloria de la literatura francesa. Gloria a ti, Ferdinand, por habernos mostrado un nuevo camino. Recuerda el asombro, el desconcierto, la…
Traducción: M. Dupont

viernes, 3 de mayo de 2013

Céline bajo la guadaña situacionista

Por Eric Mazet


Todos los cobardes son novelescos y románticos, se inventan vidas retrocediendo.
Céline, Fantasía para otra ocasión


Pensaba no escribir sobre Céline por un buen tiempo, pero un editor me envía un libro con unas palabras amables: L’Art de Céline et son temps, de un tal Michel Bounan, a quien no conozco. En la misma colección, cuyo aspecto exterior me había seducido, M. Bounan ya ha publicado Incitation à l’autodéfense, título poco inquietante por su brutalidad paranoica. Como no es uno de los celinianos mediáticos, sino más bien un buscador de datos para artículos breves, la gentileza del envío me halaga. Me siento en la obligación de contestar. Y además la tapa, con la carta xiii del tarot de Marsella, el de la muerte caminando, despierta mi atención. La primera carta, la del Malabarista, menos morbosa, más celiniana, hubiera presentado igual de bien ese libro, ya que evoca tanto Bagatelles pour un massacre como Muerte a crédito, así como la carta llamada “El Loco”, con el loco caminando con el bastón en la mano y el petate sobre el hombro, acompañado por un gato o un perro, podría ilustrar por igual Viaje, De un castillo a otro o Rigodon.
La contratapa busca atraer al lector ignorante: “La cuestión no es saber cómo un libertario viene a juntarse con los nazis, sino por qué esa clase de personaje cree correcto disfrazarse de libertario”. Estoy de acuerdo con M. Bounan: si Céline era un nazi, ¡entonces, a la basura! Que no se hable más. M. Bounan el primero. Siento tanta repulsión como él, imagino, cuando me muestran el rostro del nazismo o del racismo en el cine. La vida cotidiana, muy felizmente, me preserva de eso. Siempre desconfié de las mayorías; si no, no hubiera llegado a Céline. Pero nunca dejé de predicar las virtudes de la tolerancia, del respeto por los más débiles, por una simple preocupación por la equidad. Sin duda estamos de acuerdo, M. Bounan y yo, en ese punto. Cosa que no está mal.
En el resto, voy a parecerle a M. Bounan muy anticuado, decepcionante, atrasado. Todos los predicadores políticos me aburren. Vengan de donde vengan, los políticos son charlatanes, responden a quien les da de comer. Pero escuchemos a M. Bounan. Su tesis es simple. Céline no es más que un pretexto, una carnada, apenas un ejemplo. M. Bounan es un “situacionista” que explica los orígenes de la Segunda Guerra Mundial por el financiamiento de una secta, los nazis, por empresas capitalistas. Provocadores, matones de eso banqueros, designaron a los judíos como propulsores de esa guerra, con el único fin de divertir a la gente. Céline es uno de ellos. Después de la guerra, los mismos responsables conservaron el poder, se convirtieron en los jueces de sus antiguos matones, y financiaron nuevamente movimientos antisemitas para ocultar sus nuevos crímenes contra la humanidad. Céline no fue más que un agente provocador a sueldo, por afán de lucro, y los celinianos hoy son todos sospechosos de antisemitismo o revisionismo. Es un resumen de nuestro sombrío siglo veinte, atado por un “situacionista” que ha elegido a Céline como marca comercial, a fin de atraer a la clientela.
Por mi lado, más inspirado por la música, por la pintura o la poesía que por la política, encuentro ese discurso muy mecánico, abstracto, falaz. La lógica paranoica es siempre impecable, tan atrayente como las muñecas rusas que encajan unas en otras. No sé si M. Bounan es enfermero psiquiátrico o psicoanalista situacionista. Es sobre todo del género homo politicus. Por lo tanto, en literatura nuestros gustos y nuestras lecturas divergen. Para mí, Céline no es ni libertario ni nazi. Su aporte a la literatura, su desafío, su reto, no se sitúan en ese nivel. Por lo tanto, la cuestión inicial, desde mi punto de vista, está caduca. Y como M. Bounan escribió en la página 61: “Una pregunta falsa sólo puede recibir respuestas absurdas”. Para él, Céline es un provocador antisemita, del principio al final. Un escritor político, un mentiroso, un tramposo, obnubilado por el dinero. La tesis no es nueva. Se la puede encontrar en Alméras, en Bellosta, en Dauphin, leídos como nuevos evangelistas. Citas no controladas, lecturas de segunda mano, difamaciones repetidas.
¿M. Bounan cree verdaderamente que uno deja la sinecura de una clínica en Rennes, y luego un puesto internacional en la Sociedad de Naciones para hacer fortuna en un dispensario en las afueras y poniéndose a escribir una enorme novela? El riesgo era grande… M. Bounan sólo ve en Viaje y Muerte a crédito recetas de moda. ¿Cree él que un escritor, únicamente motivado por el afán de lucro, pasaría cuatro años escribiendo una primera novela, luego otros cuatro para escribir la segunda, ofreciendo una revolución estética digna de las más grandes revoluciones literarias de los siglos anteriores? No se pone uno a la par de Rabelais o de Victor Hugo con recetas de bistrot.
M. Bounan se enoja, se congestiona con el hecho de que el doctor Destouches, en su estudio sobre “La organización sanitaria en las usinas Ford”, les recomienda en 1929 a los mutilados o a los enfermos no excluirse de la sociedad, rechazar ser desocupados, no convertirse en asistidos, continuar trabajando en la medida de sus posibilidades, ayudados por una medicina preventiva, social, adaptada, y no intimidante, punitiva, erudita. ¿M. Bounan se opone hoy a la reinserción de los discapacitados en el mundo del trabajo? Eso lo subleva incluso cuando Louis Destouches pide la creación de una “vasta policía médica”. Sin duda la palabra “policía” sólo le evoca a M. Bounan el eslogan “crs-ss”,1 eslogan que el mismo Cohn-Bendit encuentra hoy en día ridículo. M. Bounan, que ha escrito un libro llamado El tiempo del sida, debe saber que los más amenazados han debido crear su propia “policía”, cambiar de hábitos, de mentalidad y de actitud frente a la sexualidad. Cuando Céline afirma en Los seguros sociales que “el asegurado debe trabajar lo más posible, con la menor interrupción posible por causa de enfermedad”, M. Bounan olvida mencionar que Céline sólo considera esta fase luego de una lucha más eficaz contra las enfermedades por una refundición de la medicina. Céline se anticipa con eso a las tesis de la “antipsiquiatría” que optan por insertar al “enfermo” en la sociedad en lugar de excluirlo. Con M. Bounan, uno creería estar leyendo el pequeño catecismo de un homeópata fanático vituperando a los médicos clínicos o a los cirujanos antes de haber recorrido África como lo hizo el Dr. Destouches. Nuestro situacionista olvida que Clichy, en esa época, era el tercer mundo. Que para salir del fatalismo de la enfermedad y de la miseria, del alcoholismo y de la sífilis, había que librarse a una “empresa paciente de corrección y de rectificación intelectual”. Médica, humanista, social, evidentemente, como la anhelaba el doctor Destouches, y no represiva, policial, punitiva, como insinúa M. Bounan. Ese texto, por otro lado, fue aprobado y defendido en 1928 ante la Sociedad de Medicina de París –y Bounan hace silencio sobre ese hecho– por el Dr. Georges Rosenthal, a quien cuesta imaginar como un nazi.
Hay que recordar que en 1918 los americanos habían enviado a Bretagne la Misión Rockefeller para luchar contra la tuberculosis que producía ciento cincuenta mil muertos por día en el mundo. Es allí donde Louis Destouches, enrolado en esta cruzada, en esta “educación popular”, aprende, ante un público de obreros, a condenar el alcoholismo, “principal proveedor de la tuberculosis”, y no en lo de algún gacetillero antisemita cuyos ataques estarán dirigidos tanto contra el alcohol como contra los judíos. ¿Era querer enrolar a los combatientes del 14 en un mundo totalitario querer ahorrarles una segunda plaga mortal en 1918 abogando por la creación de escuelas de enfermeras visitantes que irían a las casas de los enfermos? Todos esos proyectos habían sido concebidos del otro lado del Atlántico por los profesores Alexander Bruno y Selskar Gunn, médicos de la misión Rockefeller. ¿Era tener un discurso policial o nazi pedir la construcción de dispensarios antituberculosos, y hablar en 1919 “en nombre de la Patria rechazada, en nombre del Porvenir de nuestra raza” como lo hacía por entonces el comité de la misión? Era el lenguaje de una generación formada en los estudios latinos. Ni en las trincheras de Verdun ni en los libros de historia se usaban códigos “políticamente correctos” que justifican la incultura de nuestros críticos.
M. Bounan menciona el envío de L’Église a Gallimard en 1929 y ve allí la prueba de un antisemitismo provocador. Olvida decir que Céline había igualmente propuesto Semmelweis a Gallimard. Es el primer panfleto de Céline, aunque no sea antisemita, aunque sea incluso filosemita, ya que dice que Semmelweis era de origen judío. ¿Era el único interés del libro? Es un libro que se mete con el lenguaje estereotipado de la época, con las abstracciones políticas, los discursos médicos, aquellos que esconden la impotencia, la mentira, el engaño ante el esfuerzo, el genio de vencer la fatalidad de la enfermedad y de la muerte. Un primer texto “situacionista” en cierta manera. ¿Es antisemita o guiñolesco ese acto iii de L’Église con el personaje de Yudenzweck, caricatura de un diplomático internacional? Los judíos no son allí más que un símbolo entre otros, como el colono, el ruso o el burgués. Yudenzweck es más bien simpático. Es su obligación a la racionalidad, su sumisión a una ideología, su pertenencia a un clan, lo que lo separa de Bardamu, ese médico más enamorado de la danza que de las cifras, más confiado en el microscopio que en las comisiones. El acto iii de L’Église delinea sobre todo la sátira contra los grandes funcionarios de una administración internacional que no ven más que el interés político de las cosas y que ponen sus sabias comunicaciones por encima del interés de los individuos, la venta de un producto en el mercado antes que la salud de los habitantes de un país, y que desestiman la realidad si ella no encaja en sus estadísticas. Ilustración del eterno combate del individuo con la sociedad, ese texto no puede ser más actual, y es por eso que Jean-Louis Martinelli no vaciló en hacer una puesta en escena en 1992 en Lyon y en Nanterre con un éxito sorprendente.
M. Bounan evoca las cartas a Garcin, creyendo probar que Céline fingió interesarse en Freud porque estaba “de moda”. Es olvidar que por entonces el pensamiento de Freud no estaba para nada “de moda” en el pueblo o entre los burgueses, y que de hecho muy pocos intelectuales lo conocían y se interesaban en él. Incluso si “el juego del delirio” estaba “de moda” en el pequeño grupo de los surrealistas, las teorías de Freud sólo serán conocidas en Francia después de la Segunda Guerra Mundial, y en las entrevistas de la época Céline les reprochará por otro lado a sus colegas ignorar “la enorme escuela freudiana”. En su Homenaje a Zola, lo volvió a homenajear. M. Bounan tiene una lectura selectiva y un conocimiento limitado. No ve que Céline “se hace el macró” con Garcin, que imita su fanfarronería de proxeneta. Que carga las tintas y quiere mostrarse más cafisho que él, que busca embaucarlo. Que se hace el malo. Que busca divertir. En cada una de las cartas, Céline, como música, prueba su instrumento.
M. Bounan le reprocha a continuación a Céline la benevolencia hacia los perdularios, los marginales, los sinvergüenzas, no viendo en ese interés provisorio más que un deseo de poder y de dinero para escapar al mundo del trabajo. Es olvidar que, de Villon a Hugo, de Bruant a Rictus, e incluso Élie Faure, muchos se han interesado en los marginales, y no sólo por su lenguaje, sino también por su rechazo a una sociedad de moral asesina. En el trabajo de galeote de Céline, en sus pirámides de encajes y sus óperas de sufrimiento, M. Bounan sólo ve un deseo de dinero fácil y cafishaje. ¿Quién puede creer que Céline, como médico y como escritor, escapaba del mundo del trabajo? M. Bounan sufre tal vez por “la vida innombrable”,2 al punto de que quiere compararse con Céline, creerse mejor médico y mejor escritor que él. Su opúsculo, para nada innovador, no convence en lo más mínimo. Él pertenece más bien a la generación de “nuevos celinianos”, esos tesistas que confunden la compilación y la paráfrasis, el desvío, los criterios de moralidad o de política con la verdadera búsqueda personal, con la propuesta de una tesis enriquecedora, y que hacen su carrera gracias a Céline, escupiéndolo, como M. Bounan, que sale del anonimato y de la insignificancia utilizando el nombre de Céline. Una tenia que requiere unas purgas. ¿Céline jugó con su biografía? ¡La historia de siempre! ¡Qué descubrimiento! Desde 1963, con la revista L’Herne, con Marcel Brochard, sabemos todo eso. ¿A quién quiere sorprender, M. Bounan? ¿A los pánfilos que todavía no saben que el arte es siempre trasposición, que el realismo es la peor de las mentiras, que las biografías son tan poco fieles como las traducciones? Desde Rousseau y Chateaubriand, Cendrars o Malraux, ¿qué escritor no ha jugado con su historia, ya que su verdadera vida está en los libros? M. Bounan no vio en el naturalismo de Zola más que la tarta con crema del realismo. ¡Que vuelva a la escuela! Que relea el Homenaje a Zola, donde Céline trata a Hitler de dictador epiléptico y a su ministro de subgorila, oponiéndoles la grandeza del naturalismo.
Cuando M. Bounan habla de los panfletos de Céline, no precisa cuáles. ¿Semmelweis? ¿Viaje? ¿Mea culpa? ¿L’agité du bocal? ¿Conversaciones? ¿Fantasía para otra ocasión? ¿O bien considera como textos panfletarios sólo aquellos que contienen ciertas páginas, ciertos capítulos contra los judíos: los dos panfletos del Frente Popular y el de la alianza germano-soviética? ¿Por qué precisar que son “violentamente” antisemitas, cuando el adjetivo le sirve a él solo, y cuando antes de eso Céline fue “violentamente” pacifista, “violentamente” anticapitalista, “violentamente” antiintelectual, cuando describía “violentamente” a parientes y amigos luego de haberse “manchado” él mismo “violentamente”?
No empleamos los mismos diccionarios ni los mismos métodos de lectura. Cuando M. Bounan (p. 56) nos dice haber leído en Céline (sin precisarnos dónde) “luxen al judío en el poste”, transforma en principio el infinitivo de Beaux Draps (p. 197) en imperativo, y lo extrae de su contexto y finge comprender “aten y maten al judío en el poste”, como a un indio o un cowboy en un western. Restituyamos la frase en su capítulo: “¡El comunismo Labiche o la muerte! ¡Así hablo yo! ¡Y no en veinte años sino ahora mismo! Si no componemos uno nosotros, un comunismo a nuestro modo, que convenga a nuestros géneros de espíritu, los judíos nos impondrán el suyo, no esperan más que eso (…) ¡Rápido! ¡Luxar al judío en el poste! ¡no hay un segundo que perder! ¡Es una fija por decirlo así! ¡sería un milagro que lo alcancen! ¡una media cabeza!… ¡un pájaro!…” O M. Bounan no sabe leer, o copia obras de segunda mano, o actúa de mala fe. No debería ignorar que la expresión “luxar en el poste” en el argot parisino del hipódromo quiere decir “ganar en el poste”, “ganar”, “sobrepasar”, hablando de caballos. Ése es el sentido que la expresión tiene en el texto. Está más que claro. No interpreto. El Larousse de los argots (Esnault, 1965) precisa que “luxar”, en el argot médico, quiere decir “reemplazar a alguien”. Céline impulsaba a los franceses a mostrarse más revolucionarios que los judíos del Frente popular en su programa de igualdad social: “¡Abolición de privilegios! ¡un 89 hasta el fondo!”. La hipérbole de las injurias, la crueldad de los retratos, hacen que hoy ciertos pasajes se vuelvan difíciles, ya que las imágenes atroces de la Historia han desnaturalizado la carga caricatural admitida en la época, pero en ninguno de sus libros Céline pide un progrom, contrariamente a lo que M. Bounan pretende (p. 57). “Luxar en el poste” es por otro lado la única expresión que encontró. Es poco teniendo en cuenta las 906 páginas de los tres panfletos incriminados. ¡Para recurrir a una tergiversación y a un abuso tan deshonestos hace falta carecer de argumentos y de probidad!
Cuando abro al azar un libro de Céline, no es para aprender una lección de anarquismo, de nazismo o de antisemitismo. Les dejo eso a los masoquistas y a los sádicos. Leo a Céline como leo a La Fontaine, a Voltaire, a Chateaubriand o a Baudelaire, que ciertamente también tenían ideas políticas y sociales, pero a quienes no leemos para aprobar o refutar una ideología. Se los lee por el placer, la poesía, el lirismo, la lengua, la gracia, la música, la verba, la mentira, la crueldad. Cuando releo a Villon, cuando miro un Caravaggio, cuando escucho a Gesualdo, el hecho de que hayan sido asesinos no impide mi placer, y no me siento culpable de complicidad. Cuando escucho La Flauta mágica, si conozco el libreto y he estudiado los símbolos, entonces me preocupo poco por su “mensaje”, y si me intereso en la francmasonería, busco información en otro lado. Cuando Voltaire se las agarra contra los jesuitas, no lo considero el instigador de las masacres de las monjas durante la Revolución. Cuando leo Pobre Bélgica de Baudelaire, no me pregunto si ese libro ha inspirado las masacres de belgas por los alemanes o de los congoleños. Cuando leo a Rousseau, Vallès o Zola, no los considero responsables de los millones de muertos en Rusia, y cuando escucho un poema de Aragon, no pienso en la gpu, en Stalin o en el Gulag. Reconozco que la literatura o la poesía remiten a ese momento de la historia y la política. No leo a esos autores por el estilo solamente, sus ideas me interesan, pero no voy a compartirlas o a adherir a ellas necesariamente.
Las páginas de Bagatelles que retienen la atención de M. Bounan no son las mismas que las que a mí me interesan. Le dejo las frases ilegibles, hoy incluso más que ayer; que él me deje a mí las frases que hablan de estética. Son más numerosas que las suyas. Que me deje las páginas, tan proféticas, tan poéticas también, sobre Rusia. Que me deje los ballets sin palabras. Que me deje las ideas sobre el lirismo, la literatura, el cine, la danza, ideas tan importantes que Céline las retomó en Conversaciones con el profesor Y. Eso es suficiente para el genio de Céline, y para mi placer personal. M. Bounan y yo no leemos el mismo Céline, y cada cual tiene el suyo, incluso en una misma obra, lo que prueba la riqueza de este poeta. Su Céline se lo dejo a los historiadores, a los sociólogos, al homo politicus, y compadezco a M. Bounan por infligirle a su lectura un suplicio semejante.
M. Bounan hace de Céline un “denunciador” de judíos durante la Ocupación, algo que sería imperdonable, pero que es pura difamación, basada en las querellas de Céline con Rouquès, Mackiewicz, Desnos, Cocteau, Lifar. No sé si el primero era judío, pero era muy conocido por los alemanes por su compromiso político, y Céline no podía entonces enseñarle nada. Los otros no eran judíos. Los dos últimos eran celebrados por el ocupante y no corrían ningún riesgo. Ninguna de esas “denuncias” tuvo el menor efecto. M. Bounan sugiere sin embargo que Desnos murió deportado a causa de Céline. ¡Coronación de la calumnia! Desnos, que no era judío sino bretón desde Saint-Louis, decía en Aujourd’hui, un periódico “resistente en la colaboración”, que Céline, al que conocía, era alcohólico. Ser comparado con Henry Bordeaux, vaya y pase, ¡pero ser acusado de buscar en el alcohol la inspiración! ¿Y acusado por quién?, ¿por ese bufón? ¡Era demasiado! Céline le pidió a ese reportero a sueldo que mostrara el carnet del Partido, su foto de frente y de perfil, su cabeza de alcohólico, en lugar de ocultarse bajo una firma. Esto pasaba el 3 de marzo de 1941, mucho antes de la ruptura del pacto germano-soviético. Desnos no fue molestado hasta 1944 y, según el testimonio de su viuda, fue detenido a raíz de un volante de propaganda que le había dado Aragon.
M. Bounan sugiere aún que el testimonio de Chamfleury es de una “amable” complacencia, sin ninguna prueba que lo apoye, lo que lo autoriza a poner en duda la honestidad de ese testimonio. Chamfleury no es el único resistente en haber testificado a favor de Céline. No conozco la edad de M. Bounan. Tal vez esté cubierto de medallas, de condecoraciones por haber participado de la Resistencia. Pero tiene también los testimonios del Dr. Tuset, de Pétrovich, que arriesgaron cien veces su vida para que personas como M. Bounan pudieran escribir hoy en francés. Habla asimismo de la amistad de Tixier-Vignancour (¡sin la “t” final sería mucho mejor!) con Céline, a quien sólo vio en dos ocasiones, y hace silencio sobre la defensa del Doctor Albert Naud, sin dudas porque era de la Resistencia. El libro de M. Bounan, para terminar, se parece mucho a un panfleto, en el género del de Kaminsky, actualizado, menos “ruso” (eso ha pasado de moda), pero no le enseña nada nuevo al celiniano y decepciona al investigador. No es el panfleto feroz, de gran estilo, sino el panfleto de estilo mezquino e insidioso. ¡Que tranquiliza! Su panfleto tendrá éxito en torno a los lectores para los cuales Céline es el malvado integral de la literatura francesa. Formados con los manuales escolares macerados por los sorbonagros,3 no van a faltar los lectores que por 40 francos vayan a atiborrarse de envidia solapada. En su capítulo titulado “Historia de una reconquista”, M. Bounan coincide, sin que le disguste, en muchos puntos con Céline. Los verdaderos responsables de las masacres que han ensangrentado nuestro siglo veinte se han ocultado siempre detrás de los guiñoles que le ofrecen a la gente para impedirle reflexionar en las verdaderas causas de las miserias. Releer Mea culpa. Me pierdo totalmente en el capítulo sobre el “revisionismo” donde M. Bounan evoca las declaraciones, las querellas, las negaciones, de las que ignoro todo. M. Bounan ajusta cuentas con el equipo de la librería La Vieille Taupe. Durante mucho tiempo viví enfrente, en la rue des Fossés Saint-Jacques. Compré allí un Céline en camisa negra de Kaminsky. Me pregunté si no eran los mismos barbudos que habían publicado en 1984 una edición pirata de Mea culpa, prologada con un texto “situacionista” que le reprochaba a Céline su “antihumanismo”, en nombre de la Internacional de los desposeídos. ¿Tiene algo de interesante? Esas historias de grupúsculos del sesenta y ocho han quedado obsoletas. La enorme carreta desbocada de la Historia ha dejado tirados en la zanja a todos aquellos que soñaban con ser sus cocheros. No sé mucho del Situacionismo, a pesar de haberme encontrado con Guy Debord algunas veces en Troumilou, un simpático bistrot a orillas del Sena. Él buscaba convertir a algunos buquinistas que sabían más que él sobre la utopía de la anarquía o sobre la prevaricación del marxismo. Ellos habían abandonado completamente sus ilusiones y las habían pagado mucho más caras que nuestro intelectual. Habiéndose atiborrado de libros baratos, Debord les parecía demasiado charlatán y demasiado abstracto. A él le gustaba más Maquiavelo que Dante, y León Bloy que Céline. Le gustaba más la política que la literatura, la religión que la poesía. Eso nos separaba. Como su pasión por el alcohol y mi gusto por el té. Profetizaba una guerra en Europa bajándose un litro de beaujolais. Un suicido en público, un caso médico. Creía que lo perseguían, se veía asesinado. Era un romántico, de hecho. Me gustaba escucharlo, era un espectáculo. Soy buen público.
El último capítulo de M. Bounan, su epílogo, de nuevo muy celiniano, me toca, porque ya no se trata del alarde anticeliniano, fácil, ganado de antemano ante lectores apremiados. La desaparición de las ballenas es sin duda más grave que la desaparición de los galos. ¿Habrá leído el comienzo de Scandale aux abysses sobre la masacre de las focas? Estoy dispuesto a seguirlo sobre la catástrofe ecológica del planeta para el beneficio de algunos psicópatas. Una lástima que M. Bounan no haya osado nombrarlos precisamente como denuncia los “verdaderos” y “únicos” responsables de la Segunda Guerra Mundial. ¿Una diversión más? Cierro ese libro que no me dijo nada nuevo, y miro una vez más la tapa. ¿M. Bounan conoce el tarot de Marsella? Su elección de la carta xiii, después de todo, demuestra no ser tan mala. Es lo que, a decir verdad, mejor presenta ese libro. Ya que la carta xiii del Tarot no simboliza tanto la negra parca, como la guadaña deslucida, la guillotina roja, pero que personifica el trabajo del duelo, el renunciamiento a la materia para acceder a una iniciación, a través de una evolución espiritual. Carta del despojamiento, del movimiento, de la transformación. En eso, entonces, muy celiniano, muy poético…
Traducción: Mariano Dupont

(*) Este texto fue publicado originalmente en Le Bulletin célinien, n° 175, abril de 1997, pp. 15-22
(1) En mayo de 1968, los manifestantes equiparaban la Compañía Republicana de Seguridad (crs) con las ss nazis, bajo el lema “crs-ss”. (t.)
(2) La Vie innommable (La Vida innombrable) es un libro de Michel Bounan. (t.)
(3) De la Sorbonne. (t.)