"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

viernes, 6 de enero de 2012

Céline en trance

Por Mariano Dupont


A comienzos de los años cincuenta, Céline está de vuelta en Francia, amnistiado. Hacia fines de 1943 y comienzos de 1944, sus panfletos antisemitas le habían vuelto como boomerangs, intactos en su virulencia, en forma de amenazas de muerte: cartas, pequeños ataúdes, granadas, navajas, etc., habían empezado a formar parte de la correspondencia que le llegaba a su departamento de la rue Girardon. La salsa se iba poniendo cada vez más espesa. Céline olfatea. Se la ve venir. Es el primero a quien se la van a dar. Era huir o terminar como Brasillach (fusilado). O como Drieu La Rochelle (suicidado). Hacia el Norte, entonces, en tren, el 17 de junio de 1944. Con Lucette Almansor, su mujer, y Bébert, su gato. Destino: Copenhage, donde vivía su amiga, la bailarina Karen Marie Jensen, que había sido amante suya diez años atrás. También, la ciudad donde tenía sus ahorros (el oro que había comprado gracias al éxito de Viaje al fin de la noche). Atravesando la Europa bombardeada, en llamas, del final de la guerra, llegan primero a Alemania, a Sigmaringen, la última sede del gobierno colaboracionista del mariscal Pétain; después a Dinamarca. A los pocos meses, desde Francia piden la extradición de Céline, acusado de traición a la patria. En Copenhage, el 17 de diciembre de 1945, lo arrestan. Sin embargo, gracias a Aage Seidenfaden, el director de la Policía de Copenhage, y a las posteriores gestiones de sus abogados, sobre todo de Thorval Mikkelsen, Dinamarca rechaza el pedido de la justicia francesa. Los daneses, entonces, son los que le salvan la vida a Céline, pero a un precio altísimo: pasa dieciocho meses en la prisión de Vestre Faengsel, en el pabellón de los condenados a muerte, de donde sale con pelagra, eczemas, reumatismos, varios dientes menos y pesando sesenta kilos (medía un metro ochenta). Céline es un trapo, un fantasma. De esa temporada en el infierno dan cuenta las terribles Cartas de la cárcel. El exilio es en Klarskovgaard, un campito de Mikkelsen, cerca de Korsör, al borde del Mar Báltico. La choza en la que viven con Lucette no tiene agua corriente ni baño. El piso es de tierra. La calefacción: una sola estufa a carbón. Sobreviven ahí, entonces, con temperaturas invernales de varios grados bajo cero. Lucette hace ejercicios de danza, nada en el mar, se ocupa de los animales. Céline prepara la comida, escribe y reescribe las primeras versiones de Fantasía para otra ocasión y Normance, con la perra Bessy atada a su cintura (para que no se coma a los gatos). Y lee a Léon Bloy, el panfletista católico, rabioso antiburgués, otro loco de la familia. También, de vez en cuando, recibe visitas, entre ellas la del profesor norteamericano Milton Hindus (que después escribirá un gran libro, The Crippled Giant, que le traerá, previsiblemente, algunos problemas con Céline), y tramita por correspondencia, con la ayuda de Pierre Monnier, la reedición de sus libros.
Así que Céline de vuelta en Francia después de siete años de exilio. Con el título de “desgracia nacional”, obtenido después del juicio celebrado en su ausencia. El 18 de julio de 1951, gracias a las tratativas de Monnier, firma un contrato para nada desventajoso con Gallimard para la reedición de Viaje al fin de la noche, Muerte a crédito, Guignol’s band I y Casse-pipe, y en el que se compromete a entregarle a Gallimard, además de Fantasía para otra ocasión, sus próximos cinco libros. Recibe cinco millones de francos de adelanto. Céline vuelve a respirar, saca la cabeza. La suerte parece cambiar. Sin embargo, la salida, en junio de 1952, de Fantasía para otra ocasión, la primera novela de Céline desde Guignol’s band en 1944, “un pequeño Apocalipsis a la altura de nuestra humanidad demente” escrito en Dinamarca entre 1945 y 1951, no tiene la repercusión que Céline y Gallimard esperaban. A sus amigos políticos el libro los dejó consternados, “no vieron en él sino algo inacabado, repeticiones, gritos demasiado agudos perdidos en la bruma de la irrealidad. Para los otros, para la mayoría poco silenciosa de los críticos o de los escritores, Céline era todavía el proscripto, el maldito, el antisemita emblemático sobre el cual debía pesar la reprobación del silencio, como el más misericordioso de sus castigos. Céline ya no existía, no tenía más talento, no era nada” (Frédéric Vitoux). La novela que iba a relanzar a Céline después del exilio tuvo, entonces, una pésima recepción crítica. Y muy malas ventas, sobre todo si se tiene en cuenta que se trataba de un libro del autor del Viaje al fin de la noche. En noviembre de 1952, seis meses después de la salida de Fantasía para otra ocasión, le escribe a Claude Gallimard (el hijo de Gaston) exigiéndole que le encargue a algún “letrado” competente un libro sobre sus “bellas obras y sus méritos”: “M. Gide, M. Proust, M. Patati y Patata Giraudoux, etc., tuvieron cien libros publicados sobre su estilo, sus filiaciones, etc., incluso los extranjeros como Joyce, Faulkner, Miller, etc. […] mientras que fui yo el inventor el que desfondó la puerta de esa habitación en la que se estancaba la novela hasta el viaje. Usted parece tener vergüenza de hacerlo saber y escribirlo y proclamarlo”. Ese libro no se escribe. Pero ahí ya están in nuce las Conversaciones con el profesor Y.
Casi un año más tarde, en octubre de 1953, le escribe a Claude Gallimard una carta en la que, después de maldecir a todos los “colaboracionistas” que lo eligieron a él como el chivo expiatorio (“¡un chivo que apeste por todo el mundo!”), de despotricar contra la “censura oculta” que se ejerce contra él (en Francia, en Argentina, en China, en todos lados), le dice que para el próximo libro se verá forzado a defenderse él mismo en la Nouvelle N.R.F. “¡Al menos lo intentaré!” La advertencia de Céline llega a Jean Paulhan, por entonces director de la N.R.F. (rebautizada Nouvelle N.R.F. después de la guerra). A principios de 1954, Paulhan le escribe a Céline proponiéndole que escriba un artículo en el que hable de su propia obra. Céline, halagado, le contesta que sí, que no bien termine su libro actual se pondrá a redactar una pequeña nota sobre el estilo para publicar en la revista antes de la salida de la novela. A fines de febrero le anuncia a Claude Gallimard que en quince días va a entregar el manuscrito de Normance (Fantasía para otra ocasión II) y agrega: “En cuanto al lanzamiento, pienso que algunos artículos en la N.R.F. no vendrían nada mal. Paulhan está de acuerdo. Artículos que yo redactaré y firmaré”. Según la correspondencia, entonces, la idea de Céline era escribir una serie de artículos que tendrían como objetivo promocionar y defender la novela (y su persona) hablando, simplemente, de su estilo.
En el número de junio de 1954, se publica en la N.R.F. la primera parte de las Conversaciones con el profesor Y, que terminaba con un “Continuará”. La idea inicial se había transformado: no se trataba, ya, de artículos sobre el estilo sino de entrevistas, conversaciones imaginarias con el imaginario coronel Réséda, alias “profesor Y”, un típico fantoche celiniano con función de punching ball. El plural del título permitía suponer, además, que las entrevistas serían más de una. (Aparentemente, ése había sido el proyecto inicial: una serie de entrevistas cortas en distintos lugares de París.) Cuando aparece la primera parte, Céline no había empezado a escribir la segunda, que saldrá recién en el número de noviembre de ese mismo año. Entretanto, a Céline le cambia el humor. Al igual que Fantasía para otra ocasión I, Normance parece ir convirtiéndose en otro nuevo fracaso comercial. En la revista Rivarol, Robert Poulet escribe: “El monstruo perdió su agilidad increíble; no hace más que morder todo el tiempo en el mismo lugar, con la masticación formidable y cansina del león enfermo. Para decirlo abiertamente: cansa, aburre”. Encima, en la N.R.F. nadie habla de él, ninguna nota, nada. La primera reseña sobre Normance, escrita por Georges Perros, va a aparecer recién en el número de octubre. Quejas a Paulhan, a Gaston, presiones, argucias, exigencias, lobby. Y muchos insultos. Cómicos, sofisticadísimos. Para colmo de males, su deuda con Gallimard seguía aumentando. A principios de agosto, Céline le escribe a Paulhan, sobornándolo: le dice que le va a entregar la continuación y el final de la Conversación (acá ya usa el singular: Entretien) para publicar en la N.R.F. siempre y cuando la N.R.F. (la editorial) le edite las dos partes reunidas en un pequeño opúsculo. “¿Sí o mierda?” El 14 de septiembre Gaston Gallimard le escribe a Céline proponiéndole, dada la naturaleza del texto, una edición numerada. Tres días más tarde, Céline responde: “Para el ‘Profesor Y’, aguardo entonces su contrato… espero que sea halagador remunerador consolador compensador…”. Siguen las negociaciones, los tironeos. Que una tirada de 7.000 ejemplares, dice Gallimard; no, por lo menos de 10.000, dice Céline. Finalmente, en el número de noviembre de la N.R.F. se publica la continuación de las Conversaciones, pero, por cuestiones de diagramación, sale sólo un fragmento. Céline le escribe a Paulhan, exigiéndole explicaciones. Paulhan se excusa: el texto es demasiado largo, no se pudo publicar entero. Sugiere, además, realizar algunos cortes para terminar de publicarlo completo en una próxima entrega. Céline estalla. A lo largo de una serie de cartas, lo trata de “purista traidor”, de “Landru proustoso masacrador de textos”, lo invita a beber un vaso de ácido nítrico a la sombra del próximo champiñón termonuclear. En diciembre sale otro fragmento de la segunda parte. El 14 de enero de 1955, Jean Paulhan, definitivamente harto de Céline, respondiendo a una carta encabezada “Mi querida Anémona Lánguida”, rompe definitivamente con él. En los números de febrero y de abril de la N.R.F. salen los últimos dos fragmentos de la segunda parte. Para ese entonces, con una tirada de 7.120 ejemplares, el libro ya había sido publicado en marzo con el mismo título que había comenzado a salir en la revista: Conversaciones con el profesor Y. En el lapso de un año, entonces, lo que había comenzado como “una nota sobre el estilo”, y que luego había mutado a una entrevista imaginaria, termina convirtiéndose finalmente en una novela que es, al mismo tiempo, el arte poética de Céline.
A caballo, entonces, entre Fantasía para otra ocasión y la trilogía alemana (De un castillo a otro, Norte y Rigodon), Conversaciones con el profesor Y no es un libro menor, parasitario, dentro de la obra de Céline sino, indudablemente, uno de sus puntos más altos. Otra genial “divagación a través de un paisaje”. Pero atravesada por una comicidad aún más explícita, desatada y teatral que en sus novelas. Porque Céline, contra lo que muchos creen, rió siempre, desde el principio. Desde el Viaje al fin de la noche. Ése fue, como dice Philippe Sollers, el crimen fundamental y médico de Céline: hacer reír. Porque la risa es peligrosa, jodida. La risa desarma, desmonta, desnuda, saca a la luz la impostura, el simulacro y la superstición que se esconden detrás de la máscara mortuoria, de cartón piedra, de la cultura. La risa quema, corroe, pone sobre el tapete la falsificación, el embuste ideológico. De ahí, claro, que la risa sea imperdonable. La literatura es cosa seria. “Los profesionales del crimen no ríen, los profesionales del pensamiento correcto tampoco” (Sollers). Las almas bellas detestan la risa porque la risa les refleja la mentira en la que viven. Y Céline no perdona, se ríe de todo, incluso de lo que no hay que reírse. (“Para reír en las trincheras”, rezaba la faja publicitaria de Bagatelles pour un massacre; para la de Rigodon, que al final fue publicada póstumamente, en 1969, tenía pensado que dijera: “¡Por aquí! ¡Rápido! ¡Por allá!”) Céline ríe incluso cuando delira, cuando injuria. “Eso es único en la historia del odio” (Stéphane Zagdanski). Lo que, automáticamente, vuelve inofensivos sus insultos. O al menos sospechosos. “Nada miente tanto como un hombre indignado”, decía Nietzsche. Céline está siempre indignado, sí. Pero ríe. Por eso no miente. ¿Hay que tomar en serio las invectivas de Céline? Sí y no. Céline va y viene. Aparece, se escamotea, vuelve a aparecer. Está y no está. He ahí una de las claves de su arte. Y “el yo recubierto de mierda” (otra clave). Presentarse al público bajo una luz innoble. Su lirismo cómico. Pero para ser verdaderamente cómicos hay que estar, sin embargo, un poquito más que muertos. Es necesario que nos hayan excluido, dice Céline en las Conversaciones. Así que excluidos. Una buena manera de empezar. A un costado, desde afuera, contra el vidrio. ¿Y cómo se empieza? Con la emoción. La emoción que está en el habla, y que hay que capturar, transponer en la escritura. Traspasarla al papel. “La emoción de lo hablado en lo escrito.” Para eso fueron necesarios “años de trabajo encarnizado, bien austero, bien monacal”. De eso (capturar la emoción) trata toda la obra de Céline, de Viaje al fin de la noche a Rigodon, pasando por los panfletos. Nada de copia, sin embargo; nada de remedos del “habla popular”. Horror al magnetófono. “Una sintaxis donde lo hablado no deja de remitir a lo escrito, y lo escrito a lo hablado, uno volviéndose sobre el otro para hacerlo escuchar, y recíprocamente” (Philippe Muray).
“Mi género de escritura es la transposición inmediata, el trance”, dice en algún lado. Céline presa de un trance, “lleno de música y de fiebre”: transponiendo, transponiendo. A los gritos. A carcajadas. Solo contra la sordera mundial. Contra el ruido de los charlatanes, el blabla. 80.000 hojas garabateadas, ordenadas y agrupadas con broches de colgar la ropa, para un libro de apenas 300 páginas. Olvidando el infierno: los insomnios, los dolores de cabeza, los zumbidos, los regalitos que le dejó la primera guerra mundial. Inventando un truco (como el cuello postizo, el piñón triple para bicicletas). Una musiquita contra el mundo. Que ama lo falso, lo que Céline llama el “cromo”. La cromolitografía, las viejas impresiones en colores de mala calidad. El cromo que Céline extiende a la literatura, al cine, al arte en general. El público encantado con el cromo, por supuesto; la gente ama el cromo por encima de todo, sin el cromo no puede vivir. “¡Cromo o muerte!” Las novelas de amor de los Delly (la pareja de hermanos Petitjean de la Rosière), hoy olvidadas pero muy populares en la primera mitad del siglo xx en Francia, como paradigmas del cromo. De ahí su éxito. Mayor incluso que el de los Balzac, Victor Hugo, Maupassant, Anatole France, etc., también “inmundamente cromos”. Como el cine, otra de sus bestias negras, un auténtico “paralítico de la emoción”, un “monstruo paralítico”. Como los cantautores del amor, “¡malditos fracasados del lirismo!… ¡rastacueros del truco!”. ¿Y los escritores contemporáneos, sus “pares”? ¡Todos muertos, todos momias! Académicos o “al margen”. Vendados en sus cromos, emasculados de emoción. Atrasando, siempre atrasando. No reaccionaron siquiera ante el invento del cine. Como si el cine nunca hubiera existido, poniendo “cara de personas decentes que no se dan cuenta de lo que está pasando… como si una joven se hubiera tirado un pedo en un salón de baile… ¡siguieron garabateando lo más tranquilos, con cara de nada!…”
Como dice el coronel Réséda, Céline machaca, sí. ¡Pero nunca lo suficiente! Nadie entiende nada. Nadie escucha. Por eso hay que machacar, insistir, exagerar. La hipérbole, la megalomanía, la paranoia: componentes esenciales de su “metro-todo-nervios-rieles-mágicos-con-durmientes-puntos-suspensivos”, extraordinaria metáfora de su estilo. La revelación pascaliana en la boca del metro. La superficie es insufrible, insoportable. Pero ahí está la emoción. Hay que capturarla y meterla en el metro. Se necesita para eso una “paciencia infinita”. “Pequeñísimas retranscripciones.” Y después a toda velocidad. La “propulsión emotiva”. Pero si los rieles son derechos, ordinarios, el metro vuelca, rompe el decorado, el balasto, revienta todo, y es una mermelada asquerosa. Para que no haya accidentes, entonces, hay que torcerlos, perfilarlos “especialmente”. Romper el palo antes de introducirlo en el agua para que por el efecto de la refracción parezca derecho. Otra extraordinaria metáfora. El estilo de Céline parece derecho, “natural”, “espontáneo”, pero no lo es. Es pura torsión, truco, artificio. Un trabajo que, al igual que la risa, ya estaba en Viaje al fin de la noche, y que se fue acentuando en sus libros posteriores. Originado sobre todo en el “horror a la frase… al lenguaje bien hilado… a las pequeñas invenciones fáciles…”. Céline no deja que las palabras se le oxiden. Antes de que eso suceda, las sacude, las retuerce, las estira, las cachetea, les patea el culo. Las saca –ligeramente, muy ligeramente– de su significación habitual. Con el signo de exclamación, con los puntos suspensivos, con su “metro-todo-nervios”, troncha, mocha, suspende. Se detiene y vuelve a arrancar, una y otra vez. Sube y baja, cambia el tono, regula. Pega y acaricia. Impide que la emoción se le muera en la placidez de la frase. Airea, así, el olor a podrido que levanta, siempre, el cadáver de la lengua. Retomando el proyecto fallido de Rabelais: un lenguaje para todos. Contra los Amyot del siglo xx. Contra las frases bien sopesadas, balanceadas, buriladas, almidonadas, etc. Contra el legado de los jesuitas. Contra el tedio y la pesadez de los seres humanos. Contra los estúpidos de siempre. Ninguna elegancia, ninguna concesión. Usando la pluma (la bic) como si fuera un escalpelo. Sus libros llenos de incisiones, de tajos, de cortes, de disecciones. Auténticas autopsias. Autopsias descarnadas del médico Destouches. Diagnósticos clínicos, paranoicos, desquiciados, microscópicos. Apocalípticas y cómicas visiones del siglo que pasó.

Prólogo del libro Conversaciones con el profesor Y (Caja Negra, Buenos Aires, 2011).